miércoles, 14 de abril de 2010

Sed

Las flores que comíamos de chicos,
esa especie de miel, nos colmaba.
La primavera florecía fluorescente a nuestro alrededor.
Por el aire no había nada,
todo era puro. Eramos primos y hermanos del corazón. Corríamos lento -y sin destrezas- por los jardines descuidados; después, con las manos, comíamos comida sin forma, en la cocina.

La casa se venía abajo cuando nos íbamos.
Se partía.

Y al volver cada semana, nos recibía nuevamente
con su amor jungla interminable. El olor pastoso a verde y los insectos que vienen con la humedad. El color de la tierra virgen y, con superioridad, su humor nocturno.

Hasta que un día dejamos de frecuentar su sombra.
Nos descuidamos. El olor húmedo se hizo gris.
Las grietas llegaron al árbol y le dieron muerte.
Paredes y pisos putrefactos, pórfidos. Los jardines
patetizados, sin alma. En un rincón, una lata de atún de Tailandia, con filo, tirada, tapada de hojas, arrumbrada, ridículo.

Adolfo Arenas


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